Ensayo, Reseñas: Novela española

Nunca fuimos más felices, Carlos Marzal

Me declaro incondicional de Carlos Marzal, porque si digo enamorada podría llevar a equívoco a más de uno. Él lo sabe, y si no, se lo imagina porque es poeta, porque es escritor incluso cuando no escribe, en fin, un observador del detalle.

A Marzal siempre lo leo en verano entre pinos, piedras de rodeno y jazmín. No me había dado cuenta de esto hasta que he llegado a su último libro en prosa, Nunca fuimos más felices. Es algo que sucede sin querer. Supongo que hay una conexión invisible entre los disfrutones de la vida que hemos veraneado en Serra que te lleva a ello.

Este libro sería difícil de clasificar porque es un tratado en el que el autor da rienda suelta a la memoria, al pensamiento y al corazón para hablar de sus pasiones: el fútbol y la literatura, que para él son la misma cosa, la vida. El caso es que su lectura me ha llevado a hacer memoria, a pensar y a buscar corazón… Son 500 páginas de vida que pasan tan rápido como un partido de fútbol. Dos partes y una prórroga. Con sus alegrías y sus penas, con sus cambios inesperados. Vamos, como la vida misma. 

A mí no me gusta el fútbol. O eso creía.

No soy de las que sigue un partido entero, sin embargo, me acompaña desde pequeña. Recuerdo a mi abuelo Visantet todos los domingos por la tarde completar la quiniela oyendo los resultados de los partidos con la radio pegada al oído. Pobre del que hablara en ese momento. También recuerdo a mi tío Visentico cuando llegaba del Mestalla y me decía: “cultura, xiqueta, el futbol és cultura”. Aquello iba en serio.

Mi padre jugó, dicen que muy bien, en algún equipo de los pueblos de L’Horta Nord. Tenía porte de futbolista de los 50. En blanco y negro, con mirada al infinito y deseo de darlo todo en el campo. Cuando entrenaba a los chavales de mi antigua falla lo llamaban cariñosamente “el míster” y el míster siempre les pedía a sus futbolistas “que se comieran la hierba al salir al campo”, vamos que tenían que poner alma, vida y corazón en cada partido. No he conocido a un hombre más enamorado del fútbol que él, aunque él decía que hablaba del Valencia, sin pasión. Esa frase pasará a la historia en mi familia.

Cuando el Valencia bajó a segunda mi hermano se sacó el pase y ahora no falta a ningún partido con sus hijos. Supongo que la pasión de mi padre se fue canalizando y transportando de un Doménech a otro. Y ese entusiasmo lo vivimos todos hasta el extremo de que mi madre no se pierde ni un partido y después lo comenta con su hijo y nietos. En mi caso, soy la entrenadora, animadora, utillera, chófer, acompañante, recoge lágrimas, … de mi hijo. Así nos hemos convertido él y yo en jugadores y seguidores del Club Deportivo Santa Ana. Él juega a fútbol sala (en mi mente le seguiré llamando futbito) y yo le acompaño.

A mí me gusta la literatura.

Llegué a ella por culpa de Anita Ozores que conocí gracias a Pilar Rodríguez, mi profesora de BUP que ahora trabaja en el Instituto Cervantes de Madrid. Cuando leí por primera vez La Regenta cambió mi vida. Lo supe en ese momento, lo supe más tarde, pero lo sé ahora, después de leer Nunca fuimos más felices. Porque la lectura de La Regenta y de otros clásicos de la Literatura universal han narrado mi vida, igual que narran y dan sentido al resto de los mortales.

Me ha gustado eso que dice Marzal de que “el auténtico disfrute de la literatura radica en dejarse llevar, en dejarse decir, en dejarse mecer por las palabras…” Me ha gustado su alienación de la Selección Literaria Española y con su permiso, me he dejado llevar.  A continuación, nombro a mis elegidos y elegidas con los que mental y literariamente realizaría alguna actividad en la Calderona, por jugar en casa y porque este lugar tiene mucho de puesta en escena.

Elijo a Ana Ozores para acompañarla a oír misa a la capilla de los cartujos una mañana, muy pronto. Después pasearíamos por las pinadas de Porta Coeli hasta llegar a la fuente del Marge. Allí descansaríamos a la sombra de un eucalipto. La soledad y la libertad serían los temas de nuestras divagaciones.

Con La Poncia haría una paella en el paellero de mi casa que tiene una terraza grande desde donde se ven las montañas y se escuchan por todo el valle las campanadas del reloj de la iglesia. Buscar la leña, cortarla, preparar el fuego, ir cocinando y charrar mientras bebemos y tomamos un aperitivo. Ella me contaría la verdad de Adela con Pepe el Romano y de paso, hablaríamos de otros amores imposibles.

Subiría al Castillo de Serra buscando a Marcela para contarle que sí, que lo hemos conseguido y que ahora las mujeres podemos hablar de amor y ser libres sin que nos acusen por ello. Para celebrarlo comeríamos moras sin pincharnos con las zarzas y nos pondríamos coronas de murta en la cabeza sonriendo y mirando al sol.

Con Quevedo me tomaría unas copas en el Margalló. Cuando el alcohol y la emoción hubiesen recorrido nuestras venas, jugaríamos al futbolín y compondríamos unas letrillas. Mirándonos fijamente a los ojos pararíamos el tiempo, me dejaría sus lentes y entonces comprendería por qué la vida se conjuga con el verbo ser.

Lope de Vega y yo bailaríamos agarrados un pasodoble en la orquesta del pueblo en las fiestas patronales. Debajo de las bombillas y los banderines para que todos nos vieran. Después nos perderíamos por los campos de algarrobos y olivos para mirar las estrellas. Jamás contaríamos cuántas estrellas hubo en el firmamento aquella noche.

A Lorca lo llevaría de paquete en mi derbi variant dorada y negra, y subiríamos al Zenital la madrugada de un sábado. Al entrar por la puerta de madera de la derecha sonaría Dignity de Deacon Blue y la chimenea del centro estaría rebosante de fuego. Todos levantarían los brazos al ver al poeta de las navajas y los rascacielos, y no dejaríamos de bailar como caballos desbocados prometiéndonos la luna.

Allí, casi al amanecer y en medio del gentío, con la botella medio vacía, los ceniceros sucios y después de agotado el tema de la vida… nos encontraríamos con Gil de Biedma y nos fundiríamos en un abrazo.

Con las mujeres del Lyceum Club Femenino me iría a ver una película de Almodóvar o de Berlanga al cine de verano de Serra. Me gusta el cine español. Llegaríamos mucho antes de empezar la película, para poner las sillas en círculo en medio del patio y tomar un bocadillo. En el intermedio compraríamos pipas, seguiríamos comentando la peli entre susurros y nos llevaríamos una chaquetita por si refresca.

Y por supuesto, invitaría a la Selección Literaria Española a jugar un partido de fútbol una tarde de domingo al Polideportivo de Serra. Las gradas estarían hasta la bandera y al terminar, repartiría refrescos y cervezas para que el público y los jugadores festejaran tan importante encuentro.

En fin, me declaro incondicional de Carlos Marzal porque emociona leer su obra, porque da igual que escriba en primera o en tercera persona, el lector hace suya cada una de sus líneas o versos.

Por eso, “Nunca fuimos más felices podría convertirse en una obra maestra de la literatura sin género, de la escritura a secas” (pág. 384). Una obra literaria capaz de recordarnos que no somos nada, solo lo que dejamos en la mente y en el corazón de cada uno de los que nos aman y hemos amado.

Su cuerpo dejará, no su cuidado;

Serán ceniza, más tendrá sentido;

Polvo serán, más polvo enamorado.

 NB: La foto de la portada es de La Razón

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