Teatro

Tartufo, el impostor

Chueca. Calle Barquillo, 24. Teatro Infanta Isabel. 100 años de teatro y de autores consumados que no pasan por alto al espectador, aunque sea la primera vez que pisa tan sublime espacio.

La arquitectura de la sala, las tablas de madera de la platea, el dorado viejo de los palcos, el modernismo austero y el rojo intenso de las butacas te invitan a entrar en otra dimensión donde lo que ves no es exactamente lo que es.

Los telones están arriba y cuatro sillas con cuatro pares de zapatos están desperdigados por el suelo. Los actores antes de la hora acordada se van calzando los pies. Van a dejar de ser ellos para representar a otros. Miran a los espectadores. Nos miran y les miramos. Esta obra tiene más de 300 años, pero en esa mirada se intuye que lo que vamos a ver ahí arriba, sucede aquí abajo.

Si Lope revolucionó los corrales mezclando lo trágico y lo cómico, si Shakespeare ensalzó los dramas, Moliére pintó mejor que nadie a los personajes y sus costumbres. Y todos contaron historias verdaderas, de las que vivimos día a día, reales, barrocas.

Volver a ver el Tartufo me ha recordado a mis primeros años de docencia cuando con las alumnas de 3º de BUP hablaba y les explicaba quién era este impostor y qué representaba. El problema tenía fácil solución, él y el resto de personajes reflejaban muy bien a la sociedad francesa, pero ¿era actual esa obra? ¿Lo sigue siendo ahora?

Uno de los objetivos de Molière era criticar y destapar a los farsantes y a los hipócritas vestidos de “buenos”, por eso, Pedro Villora tenía que escribir otra versión y Jose Gómez-Friha tenía que dirigirla de otra forma, si querían que el espectador del siglo XXI también sintiera que el clásico le hablaba de su día a día. Y así es como Venezia Teatro lo ha conseguido.

No todos vemos lo mismo, ni todos interpretamos igual lo que vemos. Quizás estemos condicionados también por lo que queremos ver. En cualquier caso, Molière consiguió que este juego tan evidente fuera universal y que en cualquier época pudiera destapar a los que imponen sus falsedades y abogan por su justicia que no es la justa.

Pero para los espectadores del siglo XXI no era suficiente verlo y que el final fuera feliz, porque en nuestros tiempos triunfa lo superficial, lo externo y las palabras huecas. Había que construir un tartufo más bello y atractivo por fuera que el del XVII, pero más repugnante y odioso. Había que interactuar con la obra y meterse dentro, ampliando el espacio fuera del escenario y metiendo al espectador en los diálogos.

Seguramente Molière hubiera hecho lo mismo para convencernos de que nos estamos equivocando. ¿Abriremos los ojos a la verdad? ¿Seremos capaces de denunciar lo injusto? ¿O saldremos cabizbajos del escenario dejando triunfante al cuerpo 10?

 

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