Reseñas: Relato

Cuentos de Edgar Allan Poe

Puede que hoy en día ya no nos sorprendan los relatos de Allan Poe, porque ya no nos parezca una novedad su estilo y contenido. Sin embargo, este escritor fue el inventor de los cuentos modernos y marcó unas pautas que muchos han seguido.

Allan Poe fue un innovador en su época gracias al estilo excéntrico y poco común de su prosa, que reflejaba su carácter y que muchos dicen que se puede advertir en sus personajes. El motivo quizás se deba a que su vida no fue fácil. A los tres años quedó huérfano y fue adoptado por un tío que no le quería, lo que hizo que pasara su vida “huyendo de la pobreza, la soledad y la muerte”. Alcohol, enfermedades psíquicas, incomprensión, …

Sus relatos giran entorno a estas temáticas y tienen un aire misterioso que mueve al lector entre la realidad y la ensoñación. Todos siguen una estructura similar. En las dos primeras partes, presentación y desarrollo de los hechos, el autor se extiende más y se recrea en las manías u obsesiones de sus personajes. El final, sin embargo, suele ser muy breve y sobrecogedor, como si acabara el cuento con un hachazo brusco que te deja sin aliento.

Además de relatos escribió otros géneros, aunque quizás sea este el más popular. Entre los cuentos que más me han sorprendido destaco: El corazón delator, El hombre de la multitud, El gato negro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar y Ligeia.

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A la manera de Poe…

LA MADRE

“Posiblemente no me crean cuando les cuente lo que me sucedió un mes antes de morir mi madre. Es cierto que me había hecho el firme propósito de guardar para siempre mi secreto, pero ha llegado un punto en el que debo vomitar lo que aconteció aquella tarde, si no quiero volverme más loca de lo que estoy.

No podría decir con exactitud el día, pero era una de esas tardes lluviosas de final de verano cuando decidí visitarla. Había hablado antes con ella por teléfono y a pesar de que ya tenía 81 años y nunca se quejaba de nada, su tono sonaba apagado y reclamaba la compañía de uno de sus hijos. Ella me hablaba con voz pausada y triste, pero en sus palabras se notaba cierto entusiasmo al proponerme que merendásemos juntas. Busqué excusas y razones de peso para quedarme en casa y eludir la visita a la anciana. En verdad, tenía que terminar de repasar los comentarios de mis alumnos, recoger el traje de la tintorería y comprar algo de fruta, … sin embargo, algo dentro de mí hizo que me estremeciera y optara por acudir a su invitación.

Cuando entré en el comedor se disiparon todos mis quehaceres al comprobar que la mesa camilla seguía allí, como siempre, recubierta con los mismos faldones de cuadros verdes. Fue entonces cuando me dejé llevar por los recuerdos de mi niñez y empecé a disfrutar de una tarde que se presentaba agradable.

En la cocina el chocolate ya reposaba en las tazas de loza de color azul y la coca todavía estaba caliente. Mi madre me miró fijamente a los ojos y me pidió que sacara la merienda. Le pregunté si podía sacar todo en la bandeja que le regalamos mi hermano y yo unas navidades. En ese momento se le iluminó la cara y, como si estuviera rememorando aquel día me pidió que le contara otra vez cómo conseguimos que la señora de la tienda nos descontara las 25 pesetas que nos faltaban por pagar.

Desde donde estaba sentada, el mismo sitio que ocupaba siempre para comer con mi familia, podía ver la puerta de la cocina y la puerta del cuarto de baño. Seguimos conversando al calor de las faldas de la mesa camilla y la tertulia se alargó casi dos horas con este y otros recuerdos, aunque a mí me parecieron minutos. ¡Qué alegría haber tomado la decisión correcta!

De repente, se levantó y se fue hacia la cocina despacio, arrastrando los pies. Quería enseñarme una de esas frases bonitas que había escuchado por la radio y justo en ese momento, sucedió algo espantoso.

Todo se hizo oscuro y la noche cayó. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando vi a mi madre, la misma, pero más joven, mucho más joven, asomándose desde el cuarto de baño. Empezó a preguntarme: ¿Quién es la verdadera? Y siguió haciéndolo mientras fijaba su mirada diabólica y maliciosa sobre mí. No daba crédito a lo que estaba viendo. ¡Esa no era mi madre! ¿O sí lo era? Llevaba la misma blusa fucsia del trenecito bordado que solía ponerse para recogernos del colegio. Su mirada y su voz se clavaron en mi corazón. Quise gritar y llamar a la que había ido a buscar la frase bonita a la cocina, pero las palabras se me secaron en la boca y la mirada de mi otra madre no dejaba de asediarme.

Intenté cubrirme la cara para borrar la imagen del pasillo y las dos puertas, sin embargo, mis músculos estaban agarrotados y yo estaba como muerta, muerta de miedo.

Pasaron unos segundos eternos y desapareció. Como pude fui a la cocina para que mi verdadera madre volviera a abrazarme fuerte como lo había hecho al entrar a casa. Sin embargo, su abrazo me dejó tan helada que salí corriendo a la calle.

A las pocas semanas mi hermano me llamó llorando. Elisa, la vecina de la puerta 22 le dio la noticia. Habían encontrado a mi madre muerta en el pasillo, entre la puerta de la cocina y el baño, con la blusa fucsia del trenecito bordado en las manos.”

15 noviembre de 2019

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